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Diluvia en San Francisco. Lo escucho desde la cama del hostel, donde comparto habitación con tres hombres: un brasilero que vive acá desde hace tres meses (acá: en esta habitación, en este hostel), un polaco con rastas que trae cerveza helada escondida entre la ropa, y un ser que no conozco porque llega después que me acuesto y se va antes que me despierte. Agradezco en este momento haber cargado durante todo el viaje ese par extra de zapatillas y esa campera impermeable que, pensé, habían sido la decisión más absurda de todas las que hice viajando. Pero no.
El hostel está lleno de idiomas que recorren los pasillos y, a las nueve de la mañana, confluyen apretujados en la cocina, entrelazando conversaciones mientras los huéspedes esperan su turno para hacerse pancakes. Yo me doy por vencida y sólo me sirvo café, mientras veo cómo poco a poco se van comiendo los panqueques quemados. Preparo la mochila y salgo.