De la libertad

Diluvia en San Francisco. Lo escucho desde la cama del hostel, donde comparto habitación con tres hombres: un brasilero que vive acá desde hace tres meses (acá: en esta habitación, en este hostel), un polaco con rastas que trae cerveza helada escondida entre la ropa, y un ser que no conozco porque llega después que me acuesto y se va antes que me despierte. Agradezco en este momento haber cargado durante todo el viaje ese par extra de zapatillas y esa campera impermeable que, pensé, habían sido la decisión más absurda de todas las que hice viajando. Pero no. 
El hostel está lleno de idiomas que recorren los pasillos y, a las nueve de la mañana, confluyen apretujados en la cocina, entrelazando conversaciones mientras los huéspedes esperan su turno para hacerse pancakes. Yo me doy por vencida y sólo me sirvo café, mientras veo cómo poco a poco se van comiendo los panqueques quemados. Preparo la mochila y salgo.

La lluvia me pega en la cara y las piernas, únicas partes del cuerpo que no tengo cubiertas por impermeables. No me importa porque sé que la caminata me va a hacer entrar en calor rápido: acá, todo es cuesta arriba o abajo; empinado, empinadísimo. Nadie me advirtió sobre eso. Cambio planes de recorrido a último momento y termino en el Chinatown más hermoso de los que conocí. Las construcciones son orientales verdaderamente, y hay muchas. Desvío hacia el Financial District, con la lluvia pegándome cada vez más fuerte; voy cuesta abajo y el paisaje cambia de repente: las construcciones del 1900 desaparecen y comienzan a verse enormes edificios de oficinas vidriados. Me compro un café y un sandwich y decido esperar bajo la lluvia a esos buses turísticos que recorren la ciudad, mientras te cuentan por audioguía sobre los puntos más importantes. Es una pasta, pero estoy dispuesta a pagarlo porque la lluvia y las colinas no lo ponen fácil. El chofer dice que sólo hay lugar arriba, sin techo. Los otros turistas protestan y se quedan en la vereda; yo doy un paso al frente y le digo entusiasmada al que maneja "I want to go upstairs", mientras me doy cuenta que es mexicano, así que acoto un "gracias" sonriente cuando me entrega auriculares y no me cobra.
Hago todo el trayecto sentada detrás de un grupo de tres viejas que se empapan y se ríen a carcajadas, y yo me río con ellas porque es una risa muy contagiosa y la situación es ridícula para todos. Y el frío se siente en la cara cada vez más fuerte mientras el bus se acerca al Pacífico, y yo sigo chorreando agua por todos lados. Pero no paro de mirar para adelante y a los costados, disfrutando de las casas estilo victoriano que pasan a mi lado. San Francisco es hermosa. Es the city, sin dudas. ¿Cómo la gente puede preferir Nueva York? 
Los pies están congelados y me agarro de la capucha para que no se vuele, porque estamos llegando a la costa del Golden Gate Bridge y el viento nos azota. Lo cruzamos y me vuelvo a reír porque llueve con más fuerza, las gotas se me acumulan en las pestañas y me imagino que debo tener un aspecto de Halloween con todo el rimel corrido, pero no me importa porque estoy atravesando uno de los íconos más importantes del mundo. Y la niebla se condensa como nubes grises sobre el mar, mientras a mi derecha se vislumbra poquito la isla y la cárcel de Alcatraz, y a mi izquierda se ven las últimas montañas de la costa antes de ¿qué; Hawai? 
Y la lluvia merma cuando pegamos la vuelta y decido moverme por primera vez en todo el trayecto. Saco el celular de mi bolsillo y disparo esta foto, empapada, pero feliz, mientras a mi alrededor todo es rojo, y no dorado, y todo es viento en mis oídos y frío en mis manos y pies congelados y piernas empapadas, y no puedo sentir otra mayor expresión de libertad.


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