Cuestión de perspectiva

12 de septiembre de 2016

Amo caminar sola, sin rumbo, en ciudades desconocidas. Lo sano de Nueva York es que mi mente no paranoiquea con el horario y los peligros; los hay, claro. Pero, de alguna manera, la cantidad de gente dando vueltas me da seguridad. 

Y eso que estaba en esa fecha especial, bisagra de los acontecimientos del mundo, desde hace 15 años a esta parte. Era raro estar ahí; pensar en el cielo, en los aviones y en el humo. En gente corriendo, en gritos y caos. En algún momento, flashé con que algo así pudiera repetirse ahí mismo, cerca de donde yo estaba parada observándolo todo. Pero no; no pasó nada. 

Entonces, ayer caminé y caminé, sin plan. Me dejé llevar por el instinto y las llamativas luces de avenidas y bares que, de a poco, marcaron el rumbo. Tengo buen sentido de la orientación, así que no tengo miedo de perderme cuando voy a un lugar nuevo. Las calles y avenidas de East Village están colmadas de bares que invitan a entrar, a tomar algo, a hacer una pausa y disfrutar del entorno. Otros son tan misteriosos que son difíciles de encontrar, pero guardan miles de sorpresas adentro; hay que saberlos buscar. La mayoría tiene pequeñas mesas en las veredas, de esas de hierro, algunas de colores. Las fachadas, muchas de ladrillo visto, tienen inscripciones con leyendas grabadas en letras dibujadas, o se dejan adornar por pequeñas luces navideñas, o de las que yo asocio con el circo, que cuelgan desde pérgolas improvisadas. Están rodeados de esos edificios que vemos en todas las películas que se asocian a Manhattan: altos, con balcones, escaleras de emergencia metálicas zigzagueándolo todo. Hay bares, pero también librerías y cafés literarios. No hace falta decir más para saber que me enamoré de los adoquines por donde pisaba, aunque más estuviera mirando hacia arriba y alrededor. Porque eso decía: soy amante de caminar perdida y devorarlo todo con los ojos.

Lo que más me gusta de caminar es llegar a un punto del recorrido, darme vuelta y contemplar lo andado: siempre, siempre, el paisaje cambia. No parece el mismo que contemplamos cuando anduvimos por ahí. Ayer me pasó eso cuando cruzaba la sexta avenida. No pasó nada más; ni corridas, ni atentados, ni nada. Sólo esos colores fuego en el cielo. Y ahí fue que me detuve, sonreí, le eché un vistazo al semáforo de peatones y, con pocos segundos a mi favor, desde la mitad de esa ancha calle, hice click.

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