Siente el miedo y hazlo de todas formas: una historia de amor y viajes*


Hacía algún poco tiempo que había descubierto que conocer otras culturas se había convertido en mi pasión: aprender otras lenguas, conocer nuevos lugares, saborear comidas típicas, estar en contacto con personas del mundo.
Necesitaba viajar.
Ahorré durante un año. En septiembre tuve que sentarme y decidir. Barajaba un mar de opciones: irme a Ecuador con mi papá; elegir un destino LAN y subirme al avión (ventajas de tener un padre empleado de una empresa aérea); viajar con amigas de vacaciones; hacer un voluntariado a través de AIESEC (la ONG donde trabajaba).
Sentí que necesitaba un desafío; algo que realmente supusiera un cambio para mí. Nunca había viajado sola, incluso me daba un poco de miedo, pero creí que ya era hora de emprenderlo.
Se abrió una posibilidad de hacer un voluntariado a un precio conveniente: tenía los ahorros para eso y un día decidí aplicar. Completé sin mucha motivación mi ficha personal y la cargué a la plataforma de AIESEC para buscar un puesto que fuera con mis intereses.
En el preciso momento que entré en razón de lo que había hecho, me volví loca: ¡no había vuelta atrás! Estaba muerta de miedo... aunque en el fondo sentía que era lo que debía hacer. Ya estaba jugada: era un hecho de que iba a viajar... ¡y que lo iba a hacer sola! ¿Cómo una nenita de mamá y papá, que siempre dependió de sus cuidados, iba a vivir tanto tiempo lejos de casa, de su cama, de la familia y sobrinita, de las comidas ricas de mamá y de la protección de papá? 
"Siente el miedo y hazlo de todas formas", me repetí una y otra vez, como un rezo.
Eso me mantuvo adrenalénica por unos días; era mi consuelo, mi desafío personal; estaba dispuesta a ponerme a prueba, a enfrentar mis propios límites y miedos. ¡Me sentía viva!
El destino cayó como si todos los caminos no condujesen a Roma, sino a Piura. Una ciudad al norte de Perú, donde siempre hace calor, en donde la gente se conoce como en un pueblo: todos con todos; donde se duerme la siesta y donde no se puede comprar nada a las diez de la noche, porque todo cierra temprano. Por supuesto, todo esto lo supe después de los dos meses que viví allá.
Elegir Perú supuso poner en duda si realmente estaba preparada para vivir en una sociedad que yo consideraba "machista y conservadora" (aunque después descubriera que mis prejuicios estaban un poco alejados de lo que sucedía en la realidad). Pero, ¿qué otra posibilidad me quedaba? Quizás, todo el mundo, pero yo sentía que el destino me preparaba algo especial en Piura.
En un principio, quise ir a Australia, pero las ofertas de trabajo eran nulas; a Europa tenía pensado viajar con mi familia; me focalicé, entonces, en Latinoamérica: quería un país que no fuera limítrofe a Argentina y uno donde no hubiera estado. Puedo pensar ahora que también debe haber influido en mi decisión el hecho de tener familiares peruanos. Como sea, allí terminé.
Llegué un 25 de diciembre, sumergiéndome hacia una cultura de la que creía saber mucho, aunque la experiencia me hiciera entenderla desde muchos otros lugares más. Me recibió una hermosa familia, a la que pronto adopté como propia; los reconocí porque me esperaban con un cartel que recitaba mi nombre. 
Creo que conocí el mar antes que la ciudad, pero eso me llenó de alegría y amigos. Tuvimos una especie de bienvenida con los voluntarios de AIESEC a manera de integración. Máncora, la playa en la que estuvimos dos días, era hermosa, llena de jóvenes y fiesta; su arenita blanca, las palmeras y el vientito fresco al atardecer. El clima seco me sorprendió, ya que siempre asocié el mar a la humedad. Por supuesto, el agua era más fría de lo que esperaba, dado que la costa hacia el Océano Pacífico no es de mares cálidos como de cara al Atlántico. Me enamoré rápidamente de sus jugos frutales: las inolvidables y heladas "cremoladas". ¿Quién necesitaría de tanta cerveza teniendo eso cerca todos los días?
Lo que no me imaginé fue estar regresando a esa misma playa un día después de volver. Menos aún, que me iba a enamorar después de sólo pasar cuatro días en tierra peruana... ¡y muchísimo menos de un peruano alto!
Resulta que la comida no me estaba dando mucha tregua, habría sido el riquísimo ceviche o algún que otro marisco, pero la situación fue de una intoxicación que me mantuvo tirada hasta unos minutos antes de decidir volver a la playita. Era un plan imperdible: extranjeros, año nuevo, mar, fiesta. 
Una de las tradiciones que me parecieron más locas de Perú fue que la gente no festeja Año Nuevo en familia, sino con amigos: chicos y grandes. Era algo nuevo, distinto a lo que estaba acostumbrada como argentina: nunca había pasado un fin de año lejos de casa y de la familia, y hasta el momento me sonaba raro no compartirlo en casa, comiendo comidas calóricas; pero qué podía ser mejor estando lejos del hogar que pasar esta fiesta en la playa con amigos. No había mucho que pensar, así que enferma y todo, me sumé a la lista de viajeros. En la terminal, y luego durante el trayecto en colectivo, prácticamente no socialicé: me dormí todo el viaje esperando que los dolores de panza fueran calmando (además, estaba cansadísima). De Piura a Máncora hay tres horas de viaje, lo necesario para una buena siesta.
Al llegar, me di cuenta que iba a ser complicada la dormida: éramos 10 mujeres y 10 varones en dos cabañas preparadas para alojar cada una a cuatro personas, por lo que la mitad de nosotros terminó durmiendo al aire libre, en sábanas sobre el pasto. De cualquier manera, lo que menos hicimos fue dormir. Otra cosa notable fue la barrera de la lengua: los brasileros rápidamente hicieron rancho aparte, mientras nos mantuvimos juntos los hispanohablantes. Lo que no supe fue que entre ellos, más allá del idioma, iba a estar "él".
La primera tarde, fuimos a la playa y nos pusimos en círculo, para hacer una dinámica de presentación y empezar a conocernos entre todos; algo típico "aieseco". La consigna era presentarse y contar una anécdota random. De repente, lo vi parado frente a mí, al otro lado de la gran ronda. Tenía la piel trigueña, una nariz perfecta, ojos oscuros como su pelo (en el que intentaba disimular sus rulitos manteniéndolo corto), era alto y se le hacían unos tiernos hoyitos sobre los cachetes cuando se sonreía. Era obvio que no era de AIESEC porque como dato "random" contó que le gustaba viajar... "eso no es random", pensé. En lo que a mi respecta, relaté mi orgulloso encuentro con el futbolista Demichelis a mis siete años, y cómo le regalé una cartita de Minnie con mi número de teléfono al que nunca me llamó.
Después de esa dinámica, se me acercó a hablar. "¿Tú eres de Córdoba?", me preguntó con su tonadita a lo Chayanne. Resultaba ser que era peruano, tenía 21 años, como yo, y había vivido en mi ciudad natal (Córdoba) durante unos pocos meses de su vida, cuando era chico. "Yo también viví en Córdoba", me dijo, a lo que le respondí: "¡qué bueno, sos como mi hermano cordobés!". No me di cuenta en ese momento que mi comentario le había molestado; pero la coincidencia de conocer el mismo lugar nos dio motivo para quedarnos hablando un tiempo más. ¡Por fin encontraba a alguien que entendía qué era el mate, el asado y que conocía los mismos lugares que yo! De repente, sentí que él era un pedacito de casa; me hacía sentir un poco menos lejos de lo que estaba. Y eso terminó de atraparme.
Nos separamos un poco del grupo, casi sin querer, mientras contábamos cosas de Córdoba, los lugares que frecuentábamos, los colegios a los que habíamos ido; me dijo que su familia no había logrado adaptarse a la cultura "extremadamente liberal" de los argentinos, y que por eso habían regresado. Pensé que había sido casualidad no habérmelo cruzado antes, porque frecuentábamos el mismo círculo.
Esa noche salimos a bailar y me animé a hacer lo que nunca había hecho en mi vida: ir a buscar a un chico. Recuerdo que estaban pasando salsa, como en todos los boliches de Perú, cosa que me encanta. Yo no sabía nada del baile, pero sirvió de excusa para que él me dijera que podía enseñarme. Bailamos, charlamos y nos besamos. Todo entre nosotros pasaba de forma natural; parecía que nos conocíamos de vida.
Regresamos juntos al hospedaje y nos quedamos hablando un poco más, ya abrazados, sobre unas escaleritas que daban al patio, donde el resto de nuestros amigos seguían de fiesta y bebiendo hasta emborracharse. Lo que ahí pasaba era un mundo paralelo al nuestro. Hacía poco había parado de lloviznar, pero eso no detuvo al grupo para ir a ver el amanecer a la playa. Nosotros nos sentamos sobre una tarima: una especie de casita sobre-elevada en la arena, de frente al mar, mientras el sol salía a nuestras espaldas. Recuerdo que me tomó de la mano, mientras seguíamos hablando. "Quiero conocer todo de ti", me dijo y me sorprendió. Me preguntó a qué le tenía miedo y no sé bien qué le respondí, pero sí lo que él me dijo: "tengo miedo al fracaso"; lo recuerdo porque me sentí un poco identificada. Lo que era obvio, y cada vez me atraía más y más, era que a pesar de tener mi misma edad, tenía los objetivos de vida claros.
El último día del 2013 me encontró nerviosa. Desperté dos horas después de haberme acostado, en la cabaña de las chicas, rodeada de ellas que ya se preparaban para ir a la playa. Creo que demoré el doble de lo normal porque no sabía cómo debía actuar al encontrármelo ahí afuera. En un momento, tomé coraje y salí: él aún no estaba. Pero cuando nos encontramos, me saludó con un beso en el cachete, como cualquier otro. Me molestó, pero pronto procesé lo de la noche anterior como lo que debía ser: me había estado chamuyando, o "floreando" como dicen ellos.
En la playa, me señaló el muellecito en el que habíamos estado charlando como enamorados la noche anterior y me dijo que fuéramos ahí. Cuando nos sentamos, me dio el beso más tierno del mundo, seguido de un "no aguantaba más", y las mariposas volvieron a revolotear en mi interior. ¡Era todo tan increíblemente loco y excesivamente romántico!
Yo no lo podía creer: después de tanto tiempo de soltería, me venía a enganchar a los pocos días de haber llegado. Los últimos meses de mi vida los había pasado totalmente desinteresada a cualquier relación porque sabía que me iba de viaje. Pero, evidentemente, es verdad eso que dicen que "cuando menos lo buscás, pasa".
La noche de año nuevo creo que comimos sopa. Era asquerosa. Un año nuevo totalmente atípico: con amigos, lejos de casa, comiendo sopa. Nos demoramos en salir para el boliche, así que recibimos el año nuevo en la calle; otra cosa completamente rara, porque ni siquiera parecíamos estar conscientes de lo que estábamos celebrando. Nos saludamos entre todos, abrazándonos. Con él nos miramos y nos dimos un beso apasionado. Él se separó diciendo "que sea el primero de muchos". Fue el primer año nuevo que estábamos pasando juntos y ahí supe que iban a venir muchos más; lo sabíamos los dos. 
En un principio, pensé que esto iba a ser un amor de verano; pero terminó siendo un amor de la vida. Quizás, también fuese verdad eso que dicen del "año nuevo, vida nueva".
Viajar no sólo me regaló la posibilidad de encontrar un compañero, sino también la confianza en mi misma. Antes de irme yo pensaba mucho las cosas, tenía muchos temores, me sentía muy nena; mis papás siempre fueron sobreprotectores, yo siempre necesité de ellos; el viajar me hizo crecer a la fuerza. Me generó mucha independencia. Cuando estoy lejos de ellos es más lo que los quiero y extraño de lo que los necesito. Después de este viaje, me siento muy capaz de hacer cualquier cosa: ahora, cada vez que se me presenta un desafío, sé que lo puedo superar. Es como estar un poco "agrandada"; siento que puedo enfrentarme con el mundo.
Sé que todo pasó muy rápido, pero es que los tiempos cuando estás en un viaje son diferentes. Es como estar consciente de que todo lo que no vivas en unos meses, no vas a tener la oportunidad de hacerlo después.
Los últimos meses de mi vida pasaron muy rápido, pero de manera intensa: volví a Argentina; y regresé a Perú cuantas veces pude; a sus brazos, claro. El amor a distancia es complejo y tiene tantas cosas negativas como positivas, pero nada se compara con la emoción de cada encuentro: el abrazo, volver a sentirlo. Yo trato de priorizar el encuentro y estar en positivo, dejando de lado los problemas. Son esos momentos que tenemos para estar juntos, hay que disfrutarlos. Debo admitir que él me convirtió en una persona más sensible. Y creo que algo bueno también he generado yo en él: siempre me dice que le contagié mis ganas de devorar el mundo, de viajar y conocer; algunos dicen que así como él se convirtió en mi pedacito de casa, yo signifiqué para él la puerta al mundo.
De la mano, seguimos recorriendo Perú y también Ecuador. Ahora nos quedan unas vacaciones por Argentina.
Esta experiencia me enseñó a descubrir y combinar lo más lindo que existe en el mundo: viajar y estar enamorado. Aunque parezca un cuento de hadas, a mi se me hizo realidad el sueño: conocer a alguien de otra cultura, viajando. De alguna manera, siempre supe dentro mío que yo iba a encontrar al amor cuando saliera de mi "zona de confort"; sólo había que animarse. Era algo que tenía que pasar: conocer a alguien diferente a mí, y que me enamorara esa diferencia.
Juntos pensamos que encontrar un hogar en otro país es una posibilidad. No puedo pasar toda mi vida en un solo lugar: hay un mundo ahí afuera para seguir conociendo... y mucho mejor cuando es de a dos.



*Este relato está basado en la historia de amor de Viqui R. F., a quien agradecemos su relato y predisposición por compartir esta hermosa experiencia. Esperemos que todo este amor que ellos encontraron, siga contagiando a nuevos viajeros.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

 
Google+