Mi primer vuelo


Hace ya dos años, gané una beca para estudiar en España. La alegría de haber alcanzado un sueño, y las ansias por vivir todas las experiencias que me encontrarían en un nuevo continente, disminuían (sólo por momentos) cuando pensaba que, para llegar hasta allí, debía atravesar ¡en avión! el Océano Atlántico.
El relato que sigue a continuación fue el que escribí minutos después de mi primer vuelo: transbordo Córdoba-Chile, con destino a Madrid. Una de las experiencias más nerviosas y hermosas de mi vida.
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Llegamos, mi familia y yo, antes de las ocho de la mañana al aeropuerto de Pajas Blancas, Córdoba (prometo averiguar porqué se llama así esa localidad porque a mí también me suena a joda). Si pude contener las emociones durante todos estos días de preparativos, tiré todo el autocontrol a la mierda el día antes de viajar. Cosas que pasan, pero supongo que no seré la única que se pone histérica si tiene todo organizado y listo dos días previos a partir y, medio segundo antes del viaje, se da cuenta que la valija enorme tiene descosido el cierre. Sencilleces que colman el vaso y hacen desbordar lo que una, con paciencia, ha estado armonizando durante semanas.
Como sea, salimos de Santa Fe y llegué a Córdoba, entre peleas con mi papá (que tiene ese don de sacarme de quicio), algunas cagadas a pedo a mi mamá (que suele tornarse insoportable en este tipo de situaciones), llantos, desenfrenos, risas y muchos nervios. Aún así, fui la primera de un grupo de seis futuros intercambistas, en llegar al aeropuerto; tres horas antes del despegue, tal como lo indica la empresa (después aprendería que con hora y media alcanza y sobra). Cosa inusual en mí, dado que soy de esas que no controlan el tiempo y siempre llegan tarde a todos lados y la gente termina odiando.
Las despedidas son esos dolores dulces, ya lo decía Solari. Y allí estuve, abrazando a novio, hermana, papás y mamás, mías y de mis compañeros de travesía. Aguantando las lágrimas para no provocar un derroche de llantos de todos los presentes, ya que es sabido que mientras uno se aguante llorar, el resto suele contenerlo. Pero las emociones son más fuertes y debo admitir que todos derramamos nuestra fragilidad en lágrimas contenidas: una de las chicas se la pasó vomitando, otro llegó tarde al check in y una tercera se peleó con los padres antes de embarcar; por mi parte, intenté no mirar fijo a mi mamá, sabiendo que eso haría desatar una inundación de llanto en medio de la sala.
El proceso pre-subida al avión es básico: realizás el check in despachando la valija, a la que pesan delante tuyo (alambrando no llevar un kilito mortal de más) y se la lleva una máquina transportadora; te dan el boleto (que indica el vuelo, hora y puerta de embarque, junto a tus datos personales). Sólo quedás vos, con tu valija de mano (de hasta 10 kg.) y accesorios (una mochila con notebook, por ejemplo). Es el momento de las despedidas frente a la puerta de embarque, por la que ingresás presentando tu ticket de vuelo; sólo accedimos los pasajeros y fue el último momento en el que vi a mi familia hasta seis meses después.
Ingresamos por un pasillo hasta la zona de escaners, donde evalúan el contenido que llevarás a bordo. Es importante revisar las normas de seguridad de cada aeropuerto: no están permitidos elementos punzantes, aerosoles ni líquidos de más de 10 ml. También yo, y todos los pasajeros, debimos pasar por un portal que detecta metales y, una vez que se nos dio el okey, seguimos al siguiente paso: la declaración en la aduana de los objetos de valor que no se pueden importar (a menos que quieras pagar un impuesto). Es importante conservar esos documentos porque los piden al regreso y, así, podemos evitarnos momentos de garrón. 
Terminados estos trámites inevitables, esperamos en una sala, desde donde pude ver la pista de aterrizaje y despegue, las mangas que conducen a los aviones y los colectivos-transportadores, que trasladan a los pasajeros hacia los aviones que están ubicados más lejos (no se permite caminar por la pista).
Todo este proceso se denomina pre-embarque.
Volvamos a lo nuestro, a lo mío, a esa experiencia que estaba a punto de vivir. Mi vuelo fue el LAN 951, asiento 25K (al medio en la hilera de a tres). Comparada al lado de esa monstruosidad me veía diminuta, y ahí comencé a ponerme nerviosita.
Guardé en el compartimiento mi mochila, puse el bolso debajo del asiento, me senté y abroché el cinturón. Me coloqué los auriculares y procuré no hiperventilar de manera audible. El hombre extranjero que iba sentado a mi izquierda no tenía porqué soportar a una primeriza en su peor momento. Comenzaron los ruidos, el avión empezó a moverse y yo sentí que la panza se me centrifugaba. Tomó velocidad, movía las alitas y recordé de repente mis experiencias en las montañas rusas de los parques de diversiones. Me encantan las montañas rusas, las sensaciones de vacío que provocan en la panza, la inercia, los saltos, la adrenalina. Me encantan, pero siempre y cuando estén sujetas a seguros rieles y no volando por los aires a diestra y siniestra. Si las azafatas hicieron su acting señalizando los elementos de emergencia, ni me acuerdo; estaba demasiado concentrada en no caerme del cielo al suelo.
Turbulencia. ¡Oy! Gracias a Dios que había sentido nombrar de ella (sí, ahora soy creyente de repente). Si no hubiese sabido lo que me iba a encontrar, creo que mis palpitaciones me hubiesen matado ahí mismo. Siempre me pregunté cómo se sentiría la turbulencia: sólo puedo describirla como un temblequeo y tambaleo de todo tu cuerpo zarandeándose mientras es obvio que el avión pasa por entre medio de una corriente de aire. Pero bueno, después de la tormenta, llega la calma. Y también sucede en las alturas. Descubrí que el avión es el medio de transporte que permite que una persona pueda utilizar de apoyo una mesa para su café y no tema de ser derramado. El vuelo es suave, mantenido y hermoso. El paisaje es incomparable. Cruzar la Cordillera de los Andes desde Argentina a Chile en un día soleado, no pudo igualarse a otro paisaje.
Así que, como dijo uno de los chicos, ahora ni loca voy a querer subirme a un micro sabiendo que en una hora puedo recorrer kilómetros sin ni siquiera notarlo. Aunque, he de admitir que todavía tengo algo de miedo de saber que me quedan enfrentar otras 13 horitas en la alturas. ¡Madrid, allá vamos!



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