A veces uno necesita creer.
Por eso están los que rezan antes de entrar a un parcial, antes de una cirugía o cuando el avión se está cayendo. Por eso están los que prenden velas, los que recitan mantras, los que matan gallinas.
Por eso están los que queman papeles cargados de broncas y arrepentimientos en la noche de San Juan mientras se pasan un vino como parte del ritual.
Ahí estábamos nosotras, porque necesitábamos creer que el fuego se puede llevar todo lo que queremos olvidar. Llegamos tarde porque nos costó decidirnos y nos perdimos las grandes fogatas, pero igual encontramos un fueguito todavía prendido donde tirar las malas ondas. Para asegurarnos que funcione le dimos un par de vueltas alrededor, bailando. En estas cosas nunca nada está de más.
De a poco nos fuimos metiendo más y más en el medio del mar de gente, esquivando los que de tanto festejar ya casi no tenían equilibrio. Terminamos al lado de los tambores y al grito de "¡va, va, va!" nos unimos al baile colectivo para terminar de sacudirnos las cosa que insisten en aferrarse a nosotros.
Lo pueden calificar de lo que quieran: superstición, misticismo, algo bastante pagano. Pero hay algo de todo un grupo de gente reunida en torno al fuego que te hacer creer que es posible. Que lo malo se va a ir, que te vas a olvidar de esa persona, que vas a dejar de estar triste. Que la vida no es una mierda. Que el humo que se va para arriba se lleva todo y sentís que bailar en el medio de la calle te llena de alegría y energías renovadas.
Puede ser todo producto de la emoción y de la situación. Pero a veces uno necesita creer.
Yo creo.
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