Todos los días, la vida nos da y nos quita algo. Nos ayuda a desprendernos o a despedirnos; a veces nos lo arrebata de imprevisto. Nos abre a nuevos olores, experiencias, sensaciones.. porque, ya lo han dicho, si uno no se desprende de lo viejo, no tendrá lugar para lo nuevo (ver ESTE video).
Estas reflexiones me vinieron a la cabeza en un reciente viaje fugaz al sur.
Estar inmerso en ese camino en invierno es una delicia paisajística.
El motivo de mi viaje no fue de placer ni festejos; más bien triste.
Sin embargo, me permití apreciar el recorrido y sentir que, pese a todo, esos instantes también nos pueden regalar felicidad.
Montañas nevadas, lagos escarchados, rutas heladas y un sol brillante por encima de nosotros.
Desde allí refleja el paisaje y nos refleja a nosotros, nos hace dar cuenta de uno mismo.
Atrás, lo que nos opaca y nos quita fuerzas; por delante, una nueva manera de encarar la vida.
Así me gusta pensar cuando me encuentro viajando: una metáfora del camino, de lo que dejamos y lo que está por venir.
El viento que ingresa por la ventana del auto nos hiela la cara, mientras el lago refleja los rayos vespertinos del sol.
Desde aquí, andando, puedo ver cómo el hielo se escarcha en las bases de las montañas, a medida que se avecina la noche y desciende la temperatura.
La ruta, curva y contracurva, nos regala un cuadro natural a la vuelta de cada esquina.
Los arrayanes, que el otoño ha secado, nos circundan con su altura.
Las distintas tonalidades de verde, contrastando con el azul profundo del lago, y los infinitos marrones coloreados sobre las montañas, alzándose a nuestro alrededor, inmensas rocosas: cordillera de rojizos y ocres.
Veo también distintas especies de árboles; sólo sé identificar algunos pinos y arbustos, cuyas ramas se entrelazan hacia el cielo como dedos larguiruchos.
En algún momento, se situaron los cóndores sobre un nido que ahora no se ve; a ellos tampoco se los vislumbra.
Me sorprende, entre divertida y curiosa, un puente que une al camino dividido por un estrecho río; no es la primera vez que Neuquén me encuentra atravesando puentes de un solo carril, suspendidos sospechosamente.
A medida que nos acercamos a destino las casitas se van haciendo notar: sus techos a dos agua, de madera, coloridas, con amplios ventanales, abriéndose paso entre la belleza e inmensidad del lugar, algunas perdidas entre las montañas.
Abro la ventanilla e inhalo profundo: aquí se respira aire; aire fresco, que enfría mis pulmones con una bocanada saludable. Mis ojos comienzan a lagrimear por el viento que me despeina y me pega de lleno en la cara. Esto me hace feliz.
Se va oscureciendo, aunque se puede divisar, a lo lejos, cómo el sol todavía se posa sobre las cimas de las montañas con copas nevadas.
En esta ciudad todo parece construido con madera y piedra; me siento en un cuento medieval, cierro los ojos y me dejo llevar.
Fotos sacadas con dispositivo móvil; la calidad queda en mi retina. |
+CONSEJO: viajar escuchando este tema http://youtu.be/greuKgphl9s
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