Jordania, por Marina*


Durante cuatro meses trabajé como profesora voluntaria para una ONG japonesa. El trabajo consistía en enseñar inglés y algunas cosas sobre mi cultura a los pasajeros japoneses de un crucero que da la vuelta al mundo. Fueron cuatro meses increíbles en los que conocí 20 países y miles de personas que, de alguna u otra manera, me dejaron algo. En esos meses experimenté al máximo lo que significa viajar, anduve en avión, crucero, tren, taxi, barco nocturno, ferry, lancha, balsa de bamboo, tuk tuk, barco pesquero, camioneta, ciclomotor, colectivo, barcaza larga, subte, teleférico y tranvía. Lo que más me marcó de la experiencia fue el hecho de poder abrazar toda la tierra en cuatro meses de viaje. Eso me dejó una sensación de que soy ciudadana de la tierra, no de un país en particular. O por lo menos eso es lo que decimos quienes no estamos seguros de encajar en el lugar donde estamos, o quienes todavía estamos buscando ese lugar donde nos sentimos en casa.
Hoy se cumplen cuatro meses del final de esa experiencia y siempre que alguien me pregunta sobre lo más lindo del viaje vienen muchas memorias a mi cabeza, pero Jordania es uno de los destinos que más me sorprendió.
Después de 10 días de no ver tierra y de encierro obligado por transitar “aguas piratas”, llegamos a nuestro destino, Aqaba, Jordania. Todos esperábamos este momento con muchas ganas de pasar esos tres días lejos del barco, y lejos de lo que conocemos, hacer un viaje a otra cultura y adentrarnos en una sociedad totalmente diferente. Y para vivirlo así los nueve profesores voluntarios decidimos ir al desierto de Wadi Rum. No queríamos pasar una noche normal en un hotel y mucho menos en el barco. Lo más lógico era que después de 10 días rodeados de agua pasáramos un tiempo rodeados de arena.
Cuando llegamos al campamento estaba atardeciendo, entre las rocas y las cuevas se veían los últimos rayos anaranjados. Ahí nos esperaban nuestros dos guías beduinos con un té típico que tenía mucho whisky. Los beduinos son generalmente nómades y viven en el desierto, algunos duermen en cuevas o en construcciones que van encontrando a su paso. Lo primero que nos enseñaron es que cuando un beduino te ofrece té es porque te considera su amigo y si no querés que te sirvan té todo el día tenés que decir abiertamente que no querés más y poner una excusa o te van a seguir llenando la copita todo el tiempo. Si incluso después que dijiste que no querías te vuelven a servir, no lo tenés que tomar o te van a servir otro más.
Llevamos nuestras mochilas a las carpas que estaban preparadas para nosotros, cada carpa era para dos personas, con alfombras sobre la arena, camas y mesita de luz. Estaban mucho mejor de lo que imaginábamos. Pero todos decidimos que no era ahí adentro donde queríamos pasar la noche. A esa altura ya había oscurecido y se podían ver todas las estrellas con claridad. La noche en el desierto era tan oscura que resaltaba el brillo de todas las estrellas, excesivas y amontonadas.
Nuestros guías nos invitaron a pasar al “living”, un montón de alfombras y almohadones de tonos rojos y naranjas sobre la arena, todo cubierto por una lona que estaba estratégicamente rota como para dejarnos ver las estrellas. Nos recostamos todos a charlar y seguir tomando té con whisky, y ahí nació la frase “whisky makes you frisky” (el whisky te pone cachondo) cuando uno de los guías empezó a tirar onda para todos lados, sólo se salvó la perrita Sandy que nos acompañaba acostada en un rincón y mirando de reojo cada tanto.
Mientras tanto, el otro guía estaba llenando bolsitas de papel con arena, poniendo velitas adentro y dispersándolas por todo el campamento. Esos eran los faroles que más tarde prendimos para ver el camino hasta los baños después de tanto té. Cuando terminamos de cenar (hummus, pan árabe y muchas verduras frescas) nos invitaron a hacer una caminata por el desierto. La perrita Sandy nos siguió, más para no quedarse sola que para protegernos. Nos alejamos bastante del campamento porque queríamos sacar fotos de las estrellas sin tener ninguna luz alrededor.  El reflejo blanco de la luna era lo único que se podía ver sobre la arena. Nunca antes había sentido tanta tranquilidad.
Volvimos al campamento y ya la relación con los guías era tan buena que nos ofrecieron fumar shisha y tomas más whisky mientras nos contaban historias de la vida en el desierto. Nos contaron, por ejemplo, que muchos de los miembros de su familia (las familias son como tribus en realidad) viven en Petra, la famosa construcción que era parte del antiguo reino Nabateo, aunque a muchos les suene más porque ahí se filmó “Indiana Jones y la última cruzada”. Al día siguiente íbamos a visitar esa construcción increíble y a encontrarnos con los “primos” de nuestros guías.
Ya entrada la noche decidimos acostarnos en las alfombras para ir cayendo dormidos mientras mirábamos las estrellas. Buscamos unas frazadas en la cueva del guía, que estaba bastante bien provista de almohadas, abrigos y objetos decorativos extraños. Unas horas más tarde, los primeros rayos de sol nos despertaron y nos despedimos del desierto con más té con whisky y un desayuno de frutas frescas, miel con pasta de sésamo y pan árabe.
Al saludar a nuestros guías les agradecimos por una noche increíble y por compartir toda su cultura (y su whisky) con nosotros. Ellos están acostumbrados a que los turistas vengan y se vayan, y eso es lo más paradójico, que ellos son los nómades, pero la vida del viajero es también así de transitoria y fugaz.


*Marina Pandolfi es Traductora de Inglés y estudiante del Profesorado. Nació en Rafaela, vivió en Córdoba, se fue de Work and Travel a USA y volvió para hacer un intercambio estudiantil en Austin, Texas. Luego de su viaje por alrededor del mundo en crucero, comenzó a re-pensarse como ciudadana global; idea que la persigue para continuar trazando posibles rutas a emprender. Dato curioso: es la mejor repostera de tortas de cumpleaños.

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

 
Google+