Nunca imaginé, por Darío*


Mi padre me contó muchas veces que cuando tenía mi edad, o menos, y ya tenía su propio trabajo, le alcanzó en esos tiempos para viajar por Europa. Siempre pensé en eso. Siempre me llamó la atención ese continente. No sé por qué; supongo que debía ser por sus historias, o porque me gusta conocer gente,  lugares nuevos, idiomas; me gusta, simplemente, conocer más allá.
Pasé varios años pensando en viajar a Europa. Casi toda mi adolescencia, mientras iba a la escuela y jugaba al fútbol. Creo que en esos años fue cuando crecieron mis ganas de vivir recorriendo el mundo. Lavé autos, cargué paragolpes, cambié ruedas, atornillé patentes, rompí parabrisas, vendí alarmas y cámaras. También estudié un poco. Me esforcé. Ya ganaba dinero y todo era posible.
Un día sentí que era el momento.
Me acuerdo que estaba en lo de un amigo y le dije: “che, ¿y si nos vamos a Europa?”. Fue fuerte darse cuenta que era posible. No era una boludés. Era dejar el laburo, dejar la facultad, nuestros deportes, a la familia.
Cuando empezamos a programar el viaje, tuvimos dos integrantes más. Menos mal que entraron: eran el orden que faltaba. Íbamos a dar la vuelta a Europa en tres meses.
Hubo muchas reuniones: para elegir destinos, caminos, precios, definir por dónde empezar. Aunque teníamos algunas referencias, no teníamos ni la más puta idea de lo que íbamos a vivir.
Llegó el 2012. Ya teníamos todo listo. Sólo quedaba esperar al 28 de mayo. Familiares y amigos nos despidieron. Empezaba el baile de mi vida. El Maradona de los viajes.
Nunca nos imaginamos que el primer día en Madrid, uno de nosotros se iba olvidar la valija por sacar el ticket del Metro. Ni que ese primer día íbamos a ir corriendo a conocer el Bernabeu, porque primero la pelota. Ni que el segundo día en Madrid me iba a enamorar de una chica. Ni que me iba a encontrar con otra familia de la que me considerara parte. ¡Quién pensaría que mi hermano iba a probar el Fernet en España! O que las "tanguitas" iban a ser tan necesarias. Sí, usábamos tanguitas. Que iba a viajar en un tren con camas, como el de las películas, un día entero, ¡y encima se dirigía a París!
Obviamente, recorrimos todos los sitios que debíamos visitar como turistas, pero de onda. ¿La mejor manera de disfrutar de la Torre Eiffel? Comerte una pizza en frente, en unas escaleras, ¡con las manos sucias!
Nunca imaginé que me iba a ir corriendo de un boliche por el olor a axila que había; que un diccionario español- francés nos iba a salvar tantas veces; que la Gioconda era tan chiquita.
Que íbamos a tener tanta suerte como para entrar, primero al predio y luego al partido de Del Potro (¡justo un argentino!), en Roland Garros. Que, encima, iba a ser todo gratis y que nada de eso estaba programado, sólo fue decir “vamos a ver qué onda”.
Nunca imaginamos pasar días y ciudades separados de un integrante del equipo que decidió seguir su camino por separado. Brujas volvió a unir al grupo.
Nuca imaginé que iba a caer rodando por una colina, al lado de un molino, con un amigo. Que iba a subir (obligado) a un núcleo gigante y carísimo, y que luego iba a llegar a Dublin. Que, de verdad, todo sea verde. Que existan tantas cervezas. Que iba a dormir en una habitación con tres motoqueros en calzoncillos, quienes colgaban sus cascos con calaveras en el respaldo de la cama cucheta. Que íbamos a molestar a la gente en nuestro idioma mientras nos sacaban una foto (gracias señora-cara-de-culo por sacarnos la foto, la c… de la lora). Que un día la joda nos iba a salir mal porque el extranjero era español.
Nunca imaginé que iba a tomar un barco que me cruzara a Gales (¡¿Qué hacíamos en Gales?!). Que luego iba a llegar a Londres, que me iba a cruzar con gente debatiendo temas generales en una plaza, en donde si no respetabas las reglas hasta podías ir en cana. Que iba a ver unos niños saliendo de una escuela vestidos como Harry Potter; que iba a seguir conociendo gente, que iba a poder tener una charla en inglés dentro de un boliche, ¡hasta metiéndole onda y chamullo para poder ganarme una inglesita modelo! Que íbamos a encontrar a otra banda de argentinos que sintió lo mismo que nosotros al mismo tiempo y se largó a conocer el mundo. Que íbamos a caminar por donde caminaron los Beatles. Que no nos íbamos a perder conocer ni un estadio de fútbol, mientras nos quedara razonablemente cerca.
Nunca imaginé estar en un bar rodeado de tantos hooligans viendo la copa de Europa. Siendo argentinos, no íbamos a perder la oportunidad de escribir en el pizarrón del baño que las Malvinas son argentinas y que se vayan a la concha de su madre.
Nunca imaginé que iba a pasar uno de los días más fríos de mi vida en Europa (en donde era verano), durmiendo en la estación de tren, esperando a que nos abran el aeropuerto. ¿Fue ahí donde una mujer nos quería vender los aretes para pagar su pasaje?
Nunca imaginamos que íbamos a llegar a la gran ciudad de los canales y las drogas, y que del cansancio nos íbamos a quedar dormidos en el centro de Amsterdam, donde pasean las familias y actúan los artistas callejeros. Que íbamos a dormir en la misma habitación que un homeless, quien había sido mula, llevando droga adentro de su estómago para las Guyanas Francesas. Que íbamos a conocer una nueva realidad en un parque, con más colores y los sentidos más agudos; hasta que, por momentos, alguno se sintiera mayonesa y otro se hiciera amigo de algún duende. Que nos íbamos a reír hasta ahogarnos, porque pensábamos que unas chicas rubias se habían convertido en unos chinitos. Que íbamos a andar tanto en bici… Y que, finalmente, íbamos a descubrir qué hacen esas hermosas mujeres detrás de las puertas vidriadas con luces rojas.
Nunca imaginé tocar el muro más famoso del mundo, ¡hasta casi saltarlo! Ni que iba a aprender tanto de historia en cinco días. Que hubiera existido gente tan repugnante y malévola...
Cambiando de tema, nunca imaginé que un día me iban a llamar "Nadiro". Que íbamos a poder caminar con tanta tranquilidad a cualquier hora siendo de noche. Que nos íbamos a hacer amigos de un coreano, a quien no le entendíamos nada ni él a nosotros, pero era nuestro amigo; ¡hasta se dio el lujo de querer besar a una chica que estaba con uno de nosotros!
Nunca imaginé llegar a una ciudad que ni conocía y sentirme tan en casa. En donde había un reloj gigante, que todavía no entiendo cómo se movía, pero parecía que era por el sol. Que iba a bailar en uno de los boliches más grandes del mundo, con seis pisos. Que la banda argentina iba a seguir unida y presente. Que iba a conocer a una sevillana, quien me enamoró por su acento y su "ts" (ejemplo: estar = etsar). Que iba a estar en un bar completamente hecho de hielo. Que íbamos a pasar por Viena, solo porque estaba de pasada; pero estuvo bien, porque no nos podíamos perder la ópera más famosa del mundo, la cual duró como cuatro horas… y nos dormimos en la primera. Hasta alcanzó para que uno de los chicos casi inunde la casa que habíamos rentado.
Nunca imaginé estar en la ciudad de las góndolas y el amor, pero con amigos. Que el corte de cabello que todavía mantenemos iba a nacer en la habitación de Mestre.
Nunca imaginamos vivir, por unos días, a metros del anfiteatro más impactante de la historia de la humanidad. Que íbamos a ver ruinas por todos lados. Que el sol pegara tan fuerte. Que nos íbamos a sentir gladiadores en cualquier lugar en el que estuviéramos. Que no me iba a acordar que fuimos a bailar a un boliche que, dicen, estuvo genial. Que desde que comenzamos el viaje no iba a pasar un día que no brindáramos con unas cervecitas. Que íbamos a llegar al Vaticano, donde tiempo después nacería el famoso “habemus papam” con Francisco, el Papa Argentino. Que íbamos a fotografiar el techo que, en algún momento, pintó Miguel Ángel, aunque nos lo prohibieran. Que íbamos a poder sacar la foto típica empujando la Torre de Pisa. Que íbamos a conocer la escultura gigante y famosa del David, e íbamos a caminar por un puente súper antiguo y destrozado, el cual parecía que en cualquier momento se caería, pero guarda una de las fortunas más grandes del mundo en joyas. Que las noches de Florencia pueden sorprender. Que iba a ser tan doloroso que un amigo se volviera a Buenos Aires, después de buscar todas las excusas para que siga el viaje con nosotros; pero “el trabajo es trabajo”.
Esto sí que no lo imaginábamos: ¡Niza, Cannes, Mónaco, Montecarlo! Pensábamos todos los negocios posibles para en algún momento de nuestras vidas poder vivir allá. El lujo hecho ciudad. Nunca imaginé que una Ferrari pudiera ser el auto de los más humildes. Que cada 10 segundos te pasara una de esas máquinas por al lado. Que viéramos siete Lamborghinis juntos; cada uno de distinto color. Que íbamos a participar de una ronda de ruleta, con multimillonarios. Así de poco duró. Que no hubiera ni un papelito tirado en el piso. Que íbamos a encontrar mujeres en topless tomando sol. Que íbamos a terminar el recorrido del sur de Francia sin pagar un peso, pero con los huevos en la garganta. Que, por unos días, el equipo se desarmara y sólo quedáramos mi hermano y yo en Marsella, mientras el otro partía hacia Madrid nuevamente.
Nunca imaginé que iba a pisar suelo africano. Que la gente pudiera vivir con una temperatura de 57ºC. Que íbamos a tener que pasar la tarde dentro del Mc. Donalds de Marrakesh porque era imposible caminar por la calle. Que nos íbamos a quejar en el hotel porque no salía agua “fría” para bañarnos. Que íbamos a viajar como 12 horas en una furgoneta con olor fuerte, que doblaba las curvas con precipicios a 100 km/h, para llegar a un pueblito en el medio del desierto del Sahara, el famoso MERZOUGA. Que iba a dormir una noche en un pueblo fantasma en el medio de un desierto y que, del calor que hacía adentro de las casas de adobe, tuviéramos que tirar los colchoncitos afuera, a la luz de la luna, porque corría un poquito más de viento. Ahí sí que comí cosas que nunca en mi vida volvería a comer; pero es verdad que, cuando uno no tiene opción y tiene hambre, su cuerpo se adapta.
Nunca imaginé que íbamos a jugar un partidito en el medio del Sahara, que tuviéramos que jugar en ojotas porque la arena era imposible de pisar; mientras los niños del otro equipo, obviamente, estaban descalzos. Que íbamos a viajar dos horas en camello para llegar, ahora sí, al corazón del desierto. Que pasaríamos la noche, comiendo cosas raras. Que íbamos a cuidar tanto del agua, como si fuera oro.
Nunca imaginé que existiera un cielo tan hermoso y estrellado como el que mis ojos grabaron esa noche. Que iba a presenciar el amanecer más lindo del mundo. Que iba a terminar queriendo mucho a Laxhen, nuestro guía. Que los precios se puedieran regatear tanto.
Nunca imaginé viajar a 300 km/h para llegar a “mi” ciudad, creo. La que elijo para vivir la vida. Donde el arte, el fútbol, la fiesta, un buen clima, la gente, se unen. Nunca imaginé que en Barcelona íbamos a vivir una de las mejores noches, en la cual un integrante se iba a perder por su cuenta, otro iba a terminar durmiendo en la playa después de haber noviado con una islandesa (y haberse metido al mar a las cuatro de la mañana, sólo por amor casual). Que íbamos a estar tan cerca de Messi, pero ni bola. Que el topless ya ni nos iba a sorprender… aunque siempre estábamos atentos.
Nunca imaginé que existirían unas islas donde no había gente que no esté de fiesta. Que, gracias a un amigazo, íbamos a conocer playas tan increíbles. Que íbamos a vivir el primer momento de nudismo de nuestras vidas.
Nunca imaginé que no iba a sentir vergüenza al caminar desnudo por las playas. Que iba a pasar, creo, la mejor noche de nuestro viaje en un pueblito de Mallorca, llamado Pollenza o algo así. Que pagaríamos como 90€ el taxi de regreso. Que luego, en Ibiza, disfrutaríamos del espectáculo de un tal David Guetta, en uno de los mejores boliches del mundo (obviamente, también gracias a otras grandes amigas que nos permitieron estar ahí). Que en ese mismo boliche no sé por qué me iba a quedar afuera de la zona VIP, donde mis compañeros de viaje disfrutaron la noche con botellas de champagne y vodka gigantes (mientras yo seguía buscando la manera de entrar). Que el presidente del Barcelona FC, en otro boliche, nos iba a hacer con la manito que subamos a su VIP, después de dar cátedra a la gente sobre cómo se bailan esos ritmos. Que nos íbamos a enamorar 10 veces por noche; que veríamos las chicas más lindas del mundo en cualquier momento del día; que dormiríamos en una zapatería (gracias a otro gran amigo, a quien recordamos mucho).
Nunca imaginé tener la posibilidad de conocer el Estrecho de Gibraltar, donde para entrar a la ciudad tenés que esperar a que aterrice el avión, y luego cruzar su calle. Que una ciudad de un país esté dentro de otro. Que íbamos a llegar al punto donde el Atlántico y el Mediterráneo se unen.
Nunca imaginé que íbamos a chocar un auto en Gibraltar, y que no pasara nada. Que íbamos a cruzarnos en Marbella con unas chicas de Ramos Mejía, mi barrio.
Nunca imaginamos que nuestro cuerpo nos iba a pedir por favor que dejáramos de tomar alcohol.
Nunca imaginé sentir a Madrid como nuestra casa, al llegar por tercera vez, luego de tanto viaje.
Nunca imaginé que tres meses nos iban a quedar cortos. Que cuando llegó el último día no queríamos volver, a pesar de haber estado tanto tiempo lejos de nuestra tierra. 
Dicen que en estos viajes uno crece. La verdad es que no sé si crecimos, pero sí me hizo sentir que soy capaz de cumplir mis sueños. Que los sueños no están tan lejos si uno se esfuerza y tiene la valentía de salir de su espacio de confort.
Nos dimos cuenta que el idioma ya no era una barrera para nosotros, que las personas estamos capacitadas para relacionarnos cuando queramos y con quien queramos.
En ese viaje, me di cuenta que viajar y conocer el mundo es algo que quiero hacer toda mi vida. Que lo bueno de viajar es que no te imaginás lo que puede pasar: podés vivir la mejor noche de tu vida en un pueblito; ver el amanecer en un desierto; conocer a la persona más linda del mundo; hacerte amigo de alguien que nació y se crió en el otro lado del globo, que quizás ni siquiera sepas cómo se dice “hola” en su idioma, pero con quien te comunicás; que si no hay nada más para comer, disfrutás de comer lo que sea.
Nunca me imaginé que hubiera tanto por conocer, tanta gente por saludar. Pero, en algún punto, me arriesgué: dejé el trabajo, el estudio, a mi gente, la seguridad económica, porque lo que más quería era viajar.
Por todo esto, y lo que me espera, seguiré arriesgando y escapando de la comodidad.

*Darío Franco nació y vivió en Ramos Mejía, Pcia. de Buenos Aires. A los 23 años, viajó a Europa con sus amigos. Ese viaje le demostró que quería seguir explorando el mundo. Ya con 26, vive en Saltillo, México, donde se desempeña como creativo en la agencia digital Grupo W.

                               

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